“¡Ni len!”


    Como en muchos pueblos de montaña, existía en una importante villa del pintoresco valle de Salazar la antiquísima costumbre de trillar la escasa cosecha de cereales en las plazas y calles de relativa anchura, por no permitir el terreno de los alrededores del casco de la población el que hubiera suficiente número de eras, á juicio de los labradores.

    Leandro Argonz, un hijo de este pueblo, después de haber pasado los mejores años de su vida trabajando en la isla de Cuba, con sólo el afán de hacer capital para poder descansar durante la vejez y dejar luego sus restos entre los de sus antepasados, regresó á su pueblo natal é instaló su casita en una plaza llamada Xabalkoa. En esta plaza trillaban algunos vecinos con mucha comodidad, pero no sin la protesta de doña Serafina, que con mucha pena veía empolvadas, durante la época de trilla, las relucientes tarimas de sus habitaciones, sus hermosas y valiosas joyas, las caprichosas prendas de vestir, entre las cuales figuraban ricos mantones de Manila, y el soberbio abrigo de pieles que desde Cuba había traído don Leandro, acordándose del clima crudo de su tierra; protesta que diariamente echaba en cara á su esposo con sólo la intención de zaherir el más grande cariño que su corazón albergaba, cual era el amor á su querido pueblo.

    En elecciones municipales algún tanto reñidas, don Leandro, más conocido por «el americano», fué elegido concejal, aunque no con el beneplácito de todos los ganaderos (ganaderos son los dueños ó «amos» de las principales casas), entre los cuales alternaba hacía muchos años la vara. Después, entre los concejales, fué elevado á la presidencia del Ayuntamiento.

    Una vez que del cargo hubo tomado posesión este hombre de talento, recio de carácter y vasco neto, en la primera sesión que ocupó el sillón presidencial expuso la necesidad da prohibir la costumbre de trillar en las plazas de la localidad, costumbre que, á su juicio, significaba un estado de retraso é incultura.

    Los concejales pertenecientes á la clase labradora discutieron la idea; mas las razones aducidas por el señor alcalde fueron tales, que por unanimidad se elevó á acuerdo.

    En cuanto éste se hizo público vinieron los comentarios á granel, algunos por cierto muy duros. La noticia trascendió al río entre las lavanderas, y llegó también á oídos de Joxepa Ignacia, dueña de una de las más importantes casas labradoras; para Joxepa Ignacia, el acuerdo fué un atentado contra la clase labradora, á la que con mucho orgullo pertenecía, y creyó, además, que el tiro iba contra su casa, y lo calificó de modorrokeria.
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    Transcurrió algún tiempo, y llegó el caluroso mes de Agosto con sus doradas mieses. Anocheció un día de esos abrasadores en que la familia de Joxepa Ignacia, satisfecha de la labor de siega que aquel día había hecho, reunióse á cenar después de haber rezado el Ángelus al toque de la oración.

    Terminada la cena, empieza Joxepa Ignacia á dar órdenes para el día siguiente.

    Y dice:
    —Ya sabéis que el americano ha prohibido trillar en la Xabalkoa, y nos conviene trillar lo segado hoy pasado mañana. Si vuestro padre hubiera vivido, no se hubiera llegado á esto. Pero, en fin, tú Trinidad, acuéstate después de arreglar las vacas, porque te has de levantar á las tres de la mañana, y fíjate bien qué debes hacer para coger era para el día siguiente. Vete á las eras de Zatoya y colócate dentro de la era de la Bizkarra. Allí observarás algunos bultos que de noche no se conocen, pero es gente que va á coger era. De tres y media á cuatro tocará el alba el sacristán; estás con el oído bien alerta, y en cuanto suene la primera campanada, grita con todas las fuerzas de tus pulmones: «¡Ni len!». Ten en cuenta que habrá varios que querrán esa era, porque es la mejor; mira que por las tardes pega muy bien el cierzo, y no te olvides que para el primero que grite «Ni len» = (¡yo el primero!) á la primera campanada del alba, para aquél es la era.

    Muy atento Trinidad, dió las buenas noches, llenó de hierba el pesebre á las vacas, abrevó él macho y se acostó. Apenas le pareció haberse dormido, oyó un grito de su madre:
    —¡Trinidad!..... Mogiadi fite (Anda listo).

    Se levantó, y en un santiamén se presentó en la era, en la que, como decía su madre, había algunos bultos. Le pareció ver entre ellos á Xoliman, hombre pendenciero en actos como éste, porque siempre le parecía que el primero en gritar era él.

    Trinidad no le temía; á quien le temía era á su madre, si por mala suerte quedaba sin era. Encomendóse muy de veras á la Virgen de Muskilda, y en cuanto oyó la primera campanada gritó: «¡Ni len!», en medio de un gran griterío. Se agachó en el centro de la era, y colocó la piedra indicadora de que la era es suya para al día siguiente. Xoliman no pudo menos de exclamar: «¡Madarikatua! (¡Maldito!)».

    Joxepa Ignacia celebra el triunfo de su hijo, máxime cuando del relato se entera de que allí estaba Xoliman, mientras le sirve el desayuno y ordena la labor del día diciéndole que, con los demás, acuda á la hora de merendar al campo de Otsandaberroa, con objeto de acarrear los fajos á la era, adonde ella acudiría con la merienda.

    De cuatro á cinco de la tarde sale de su casa Joxepa Ignacia, llevando con mucha airosidad la cesta en la cabeza y un rastrillo en una mano, con toda la representación de una etxekoandrea salacenca en traje de faena, en mangas de camisa, los brazos remangados, justillos con orazios, pañuelo á lo burupe, y trenzas.

    Una vez en el campo, comparte con los suyos el bien condimentado ajoarriero á la sombra de un fresno y á la vista de la Basílica de Muskilda, á cuyo sostenimiento contribuye con una cordera todos los años, lo que prueba su devoción; y mientras cargan y acarrean los fajos á la era, ella no tiene momento ocioso, dedicada como está á recoger las burukas.

    Oscureció y retiráronse á su casa, en donde ya les esperaba Juana Engracia con la cena preparada; cenaron, rezaron el santa rosario, y tranquilamente se acostaron, no sin pedir á la Virgen buen tiempo para el día siguiente.

    Amaneció el día con un cielo azulado; se veía al sol bajar por las laderas en carrera veloz. Aparejaron las vacas y empezó la animación de las eras entre el ruido de los trillos, el mugido de las vacas y los gritos de «¡Aira!»..... Cae el sol de plano; ya no son necesarios los akullus, por ser suficientes las picazones de las moscas, que, clavando su aguijón, obligan á desmandarse las vacas.

    Llega el momento de descansar estos sufridos animales, por ser de necesidad dar una tornadura á la parva, y horca en mano se acercan á ella un muchacho y una muchacha que con muy buenos modales dicen: «Egun on», y se disponen á ayudar á volver la mies. A Joxepa Ignacia le agrada la presentación y generosidad de estos muchachos, hijos de una buena casa y que tienen parva en la era próxima. Y entabla con ellos un interrogatorio, al que contestan con cierta cautela..... Joxepa Ignacia va á enterarse del estado de la casa, aunque no le es del todo desconocido, pues bien sabe que en toda casa fuerte de Salazar hay buenos bordales, manada de vacas y rebaño de ovejas (y en ésta los había). Hizo un estudio de los mozos, que le gustaron, y para sus adentros exclamó: ¡No estaría mal un truku!.

    Cada día que pasaba acariciaba más la idea, y una vez dada cuenta á sus hijos, no descansó hasta «pasar recado».

    Amaneció la mañana del día de San Fermín del siguiente año, día en que con toda solemnidad se celebraba la fiesta del Patrón de Navarra. Presurosos bajaban los pastores de etsaldi de los puertos y bordas. Las mozas preparaban para ese día sus hermosos justillos, gargantillas y aderezos. Los vencejos agradecían la rica frescura de la mañana con sus continuos chirridos alrededor del campanario. El solemne volteo de campanas de las diez anuncia la misa mayor, á la que acude el vecindario en masa, y en este acto se leen las amonestaciones de Trinidad y Juana Engracia, hijos de Joxepa Ignacia.

    El público recibe muy bien estas bodas y se dispone á desfilar por la tarde por la casa de los novios, en donde á todos se recibió con esa hospitalidad propia de Salazar, y amablemente se obsequió con pan, queso de casa y vino de la ribera.

    A los dos días, según era costumbre, se celebró la boda, con gran concurrencia de invitados, entre parientes, amistades, vecinos de barrio y mentalde.

    Se celebró la tradicional corrida de roscas en la plaza pública, y de allí se trasladó la comitiva á casa de Joxepa Ignacia á comer. De pie el cura párroco en la cabecera de la mesa, ordenó la colocación de los comensales en la siguiente forma:
    —Las novias, á mi derecha; los novios, á mi izquierda, y los padrinos, á continuación á derecha é izquierda.

    Y se sentó.

    Se presentó Joxepa Ignacia ataviada con sus mejores galas de salacenca, y cariñosamente ordenó la colocación de los comensales, poniendo en sitio preferente á don Leandro, con gran sorpresa de parientes y amigos íntimos de la casa.

    Á ningún convidado se lo ocurrió pensar que tal preferencia obedecía solamente á que don Leandro era el autor de la prohibición de trillar en las plazas y la causa de que se estableciera el Ni len.

FEDERICO GARRALDA.
    Ochagavia.